REFLEXION

La disputa por la memoria es una batalla por la libertad. Por José Miguel Ahumada – 

La disputa por la memoria es una batalla por la libertad. Por José Miguel Ahumada

Agosto 11, 2023

La izquierda chilena debe sumergirse de lleno en la disputa por la memoria. Solo así podrá rescatar a su favor la experiencia política de los tiempos de Salvador Allende, no como mero ejercicio conmemorativo sino como palanca hacia el futuro. Hay quienes piensan que la memoria es únicamente un esfuerzo por, cual espejo, reflejar el pasado en nuestro presente. Pero no, no se trata solo de recuerdos. Hacer memoria, especialmente cuando tratamos de una memoria política colectiva, es problematizar el pasado hoy a la luz de un futuro considerado posible y deseable. Es, en cierta medida, tejer en el presente los recuerdos y hacerlos parte de un relato que haga de brújula para los desafíos que tenemos hoy, no ayer. Así visto, sin futuro no hay memoria. Quizás por esto último es que resulta tan preocupante que la izquierda chilena (a diferencia de las historias de memoria activa que surcan el pasado reciente de otros países de la región, como Argentina o Uruguay) tenga tan poca claridad sobre cómo conmemorar el cincuenta aniversario del Golpe de Estado de 1973. Y es que esa poca claridad solo refleja, sintomáticamente, su carencia de proyección estratégica futura. Cuando no hay firmeza de hacia dónde se va, no hay definición nítida sobre cómo recordar el pasado. En política, no hay recuerdo firme de dónde uno viene si no se sabe claramente hacia dónde uno va. Delegar esa reflexión a historiadores y cientistas sociales —como se pidiera recientemente— para enfocarse únicamente en buscar un consenso y un reencuentro que incluya a todo el arco político para rechazar el golpe «y lo que vino después», no soluciona el asunto; de hecho, lo agrava. Y es que ese marco eclipsa el espinoso asunto sobre las causas del golpe y la naturaleza de la Unidad Popular, y lo sustituye por un (reiterado) llamado a un nunca más. Lo queramos o no, ese llamado siempre vendrá unido a una lectura, ya sea implícita o explícita, sobre el carácter del golpe y de la UP . Mientras la izquierda busca dejar eso a otros, la oposición y el centro político trafican sus propias hipótesis llenando ese vacío. No paran los llamados de la oposición a decir «sí, nunca más, pero también nunca más la violencia de la UP» o «sí, el golpe fue horroroso, pero los extremistas de la UP llevaban al país al despeñadero»  .Ante eso, el centro político levanta su propia tesis: el golpe fue el resultado de dos maximalismos, el de la ultraizquierda y el de la derecha golpista. Aunque con culpabilidades diferenciadas, ambos polos llevan en sus hombros responsabilidades del golpe. Así visto, el «reencuentro» por el nunca más solo puede terminar en un acto litúrgico en que todos asuman cuotas de responsabilidades: unos por un maximalismo radical que quebró los consensos políticos durante la UP, y otros por el uso de la fuerza durante el golpe. Las culpas se reparten entre todos, menos entre el centro político moderado y reflexivo. Llegar a ese escenario es asumir, inconscientemente, una particular memoria política. Dicha forma de tejer la memoria se ancla en un nítido relato presente y una mirada futura que posee el centro político, a saber: el Chile de hoy logró superar los extremismos del siglo XX y pudo erigir una República con sólidos consensos políticos y económicos, que lo blindan de visiones «extremas» que amenazan minar dicha arquitectura y abrir la puerta a traumas que la memoria nos advierte .Por supuesto, es legítimo adoptar esa memoria como propia. Sin embargo, creo que es un relato políticamente vacío, más aún para la izquierda. Lo es porque en el presente, a pesar de esos llamados litúrgicos al reencuentro y a defender los consensos propios de la moderación política, pocos sinceramente lo creen. La Unión Demócrata Independiente (UDI) comienza a decir explícitamente lo que antes decía solo en la sobremesa (que el golpe no solo se puede explicar, sino que también justificar, que la «violencia de la UP» es equiparable a la de la dictadura, etc.); el partido Republicano se desprende ya de cualquier cínico distanciamiento a la dictadura y la defiende sin más. Columnistas de la derecha incluso llegan a hablar de una «dictadura» de las organizaciones de DDHH para «imponer» su relato y no abandonar de una buena vez el duelo, mientras tratan a dichas organizaciones incluso como una familia mafiosa.A la luz de lo anterior, los consensos mínimos del reencuentro ya se quebraron. No veo posibilidad de un entendimiento honesto que no termine en un acto sin sustancia, que solo genere apoyo en tanto nadie lo tome realmente en serio. Y es que, como señala acertadamente Manuel Guerrero, uno de los nudos del asunto es que Chile es un país que viene de una masacre, donde nunca hubo Núremberg. No solamente eso, sino que entre medio de esos vacíos comienzan a emerger agendas y discursos ya notablemente reaccionarios: vimos la vil homofobia contra un ministro

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 ARQUEOLOGÍA Y POLÍTICA: CONFLICTOS Y POSICIONAMIENTO DISCIPLINAR | Nicole Fuenzalida y Simón Sierralta – Academia.edu

SIMPOSIO “ARQUEOLOGÍA Y POLÍTICA: CONFLICTOS Y POSICIONAMIENTO DISCIPLINAR”. Coordinadores: Nicole Fuenzalida y Simón Sierralta

 

En junio 1972, un grupo de arqueólogos y antropólogos chilenos señalaba que “la investigación arqueológica deberá aportar a nuestro actual proceso todas las particularidades de nuestra realidad, pasada y presente, (…) el futuro de la arqueología está en el futuro de Chile y bajo estos términos entendemos que la situación general del país repercute en el desarrollo de esta ciencia del hombre” Hoy, sin embargo, la arqueología suele relegarse más bien exclusivamente a la producción de discursos sobre el pasado más remoto. Se trata de una acción higienizante, una forma ideológica de desarticular su campo de acción del presente siempre conflictivo. Esta negación del potencial crítico que posee la disciplina respecto de su presente y el proceso histórico de su producción, conduce de una manera u otra a la legitimación de discursos hegemónicos, y reduce el quehacer a un saber técnico-excéntrico.

Esta definición de los límites disciplinarios en razón de la temporalidad resulta más ideal que real, una intención moderna deshonesta o al menos no vidente respecto de la situación social y política implicada en toda praxis arqueológica. La lectura posmoderna ha presentado a nuevos actores en la escena arqueológica, reconociendo que el conocimiento arqueológico resulta significativo en ciertos niveles constitutivos de poder social. La reflexión y praxis arqueológica está necesariamente imbricada con las demandas y conflictos políticos contemporáneos a ella, en un acontecer que sobrepasa el contexto disciplinario, que tiene que ver menos con la teoría y más con lo que está pasando. En el pasado, los discursos sobre la prehistoria jugaron un rol preponderante en la construcción de las identidades nacionales, en la legitimación de anexiones territoriales colonizadoras, y en la constitución de territorialidades indígenas y no indígenas. En la actualidad, por otra parte, sobrevienen procesos de patrimonialización, aparecen nuevas formas de hacer política asociada la emergencia de movimientos sociales y estrategias de sujeción y seguridad complejas, configurando escenarios globales resignificados pero que hunden sus raíces en el sustrato de la vieja historia. Al movimiento por la reivindicación territorial y autonomía del pueblo Mapuche, y su consecuente criminalización y política de asimilación por parte del Estado chileno, hay que sumar otras nuevas-viejas luchas a todo lo largo del país (o el continente): las consecuencias negativas derivadas de la explotación de recursos de alto impacto ecológico y social, la escasa respuesta a las violaciones de DD.HH. en el pasado reciente y el presente, el conflicto entre empresas trasnacionales y las comunidades, el replanteamiento del proyecto educativo y el rol de las instituciones académicas en el desarrollo del país, y tantas otras que resurgen en Latinoamérica como las consignas de siempre y todavía. Las experiencias de las arqueólogas y arqueólogos a lo largo de los años se acumulan mucho y se hablan poco. Desde las discusiones sobre el rol de la disciplina en el tránsito al socialismo, a la paralización de funcionarios del CMN en 2014 se han desarrollado historias diversas: el exilio y la persecución a los académicos de izquierda en los primeros años de la dictadura, la participación de los arqueólogos en la búsqueda e identificación de Detenidos Desaparecidos, y hoy el juego entre las inversiones de megacapitales y la arqueología de Impacto Ambiental. Incluso el despolitizado escenario de la investigación científica corre aún en la pista delineada por el intelectual gremialista Miguel Kast en 1981. No hay espacio disciplinar que escape a su escenario político-social. Por ello se trata, en definitiva, de evidenciar las relaciones entre política y arqueología, que han sido escasamente exploradas en espacios académicos chilenos.

Nuestra propuesta busca propiciar un espacio de discusión sobre las dimensiones políticas del quehacer arqueológico en general, donde se reflexione no sólo sobre los modos de pensar el pasado y el uso político de éste, sino también las formas de elaboración del presente en la praxis arqueológica de Chile y Latinoamérica en genera

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El silenciamiento no deshace el pasado ni puede detener el derecho a la verdad

El silenciamiento no deshace el pasado ni puede detener el derecho a la verdad

El silenciamiento no deshace el pasado ni puede detener el derecho a la verdad

Manifestar la indignación públicamente también es restituir una moral que ha sido lesionada, que por décadas ha sido educada en la conveniencia de la mentira, en la preferencia de dañar a otros que responder por el daño causado, y en el mensaje de que tras el daño infringido es posible continuar con la vida como si nada hubiese pasado.

Por Loreto López G. / 21.03.201

Antropóloga, Programa Psicología Social de la Memoria, Universidad de Chile.

Mesa Sitios de Memoria Colegio de Arqueólogos de Chile.

La Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y la Central Nacional de Informaciones (CNI) fueron creadas por la dictadura para perseguir y eliminar a quienes ésta consideró sus enemigos. Para llevar adelante esos propósitos perpetraron crímenes de lesa humanidad. No se trata de organismos o servicios públicos que sólo contribuyeron burocráticamente a  la represión, como en muchos casos ocurre con otras reparticiones del Estado, sino que sus funcionarios y funcionarias, con independencia de sus tareas, formaron parte de una intensa y probada actividad delictual.

Conocer las identidades de esas personas es un imperativo para la verdad y la justicia, cuya consecución no sólo se reduce a las cortes del sistema judicial. La sociedad tiene otros juzgados donde esas personas rendirán cuentas, se trata del escarnio social y la sanción moral. Eso es lo que desde 1998 ha venido haciendo la Comisión Funa.

Ahora, en un fallo dividido, la Corte Suprema ha establecido mantener la reserva de información de ex agentes de la DINA y la CNI que prestarían funciones en el Ejército. Argumenta que “la revelación de su identidad redundará, con toda probabilidad, en la afectación de su seguridad y la de su familia y en la perturbación de su vida privada y familiar”. Lo de afectar la seguridad es dudoso, no se han conocido casos en que la integridad personal haya sido amenazada o lesionada y mucho menos ajusticiamientos, si es que a eso se refieren, sin embargo es evidente que el conocimiento público de lo obrado en el pasado por estas personas pue de afectar su vida privada y familiar. Es más, si algo de conciencia moral hay en estas personas y su entono inmediato, se diría que han vivido afectadas y perturbadas por décadas, porque aunque la justicia no les haya dado alcance, han debido convivir con sus propios actos todos estos años.

Porque ¿cómo es posible continuar la vida luego de haber contribuido a perseguir, torturar, matar y desaparecer? Como se ha presenciado desde el Golpe en adelante, el argumento de la violencia necesaria contra la amenaza marxista puede ayudar a apaciguar sus conciencias, pero no borra lo obrado. Eso es lo que prevalece, y que con toda justicia, jurídica o no, les perseguirá, al menos, en la arena del espacio público.

La dictadura lo sabía, y por eso ha sido tan importante promover el olvido o en su defecto el silencio, como lo hace ahora la Corte Suprema, porque sólo olvidando se evita el remordimiento y es posible seguir viviendo consigo mismo tras los crímenes cometidos. Lo que se quiere entonces es evitar “importunar” a estas personas con el recuerdo público de sus actos, que ni siquiera sus nombres a parezcan asociados a la actividad delictual de la DINA y la CNI.

El escenario político ha cambiado y por ello es posible que en el futuro presenciemos más acciones de silenciamiento como la recién ejecutada, las que se unen a la renovada energía con la cual se ha restituido públicamente la justificación de los crímenes por la vía de la contextualización histórica, la revisión o negación de éstos por la reposición de la propaganda y la minimización por medio de la búsqueda de beneficios carcelarios para criminales de lesa humanidad.

Sin embargo, los imperativos morales de la verdad y la justicia, no pueden reducirse únicamente al orden político, que sólo requiere de ciudadanos respetuosos de la ley, el repudio a los crímenes cometidos y a los criminales, puede sin duda trascender los límites jurídicos, como lo demostró la funa, que por demás es la reacción a una falta de justicia jurídica: “si no hay justicia, hay funa”.

Manifestar la indignación públicamente también es restituir una moral que ha sido lesionada, que por décadas ha sido educada en la conveniencia de la mentira, en la preferencia de dañar a otros que responder por el daño causado, y en el mensaje de que tras el daño infringido es posible continuar con la vida como si nada hubiese pasado.

Y por último, a cada cual le toca responder por el pasado, toda la sociedad chilena, las generaciones anteriores, actuales y futuras, cargarán con los crímenes que el Estado perpetró en su nombre durante la dictadura, mientras los/as hijos/as y nietos/as de los perpetradores cargarán con sus nombres, porque sus padres, madres, abuelos o abuelas accedieron a participar de organizaciones dedicadas al crimen. Podrán negar lo que ocurrió, podrán silenciar sus identidades, pero el pasado no se puede deshacer.

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foto Luis Fernando Arellano (Kallejero)

LA MEMORIA Y SUS DILEMAS

LA MEMORIA Y SUS DILEMAS

Por Andrés Vera Quiroz

“Yo no escribo para agradar ni tampoco para desagradar. Escribo para desasosegar”
(José Saramago)

En la ética, el (los) dilema (s) se presentan cuando debemos elegir entre dos u más alternativas, sin que haya elementos claros para decidirse por una u otra, al observar en ambas opciones aspectos positivos y negativos. Y según nuestros valores adquiridos en la vida escogeremos una de ellas, más allá sí es correcto y/o incorrecto incluso, más allá, si es verdadero y/o falso.

En ese sentido descrito anteriormente, la memoria durante el siglo XX se ha venido trabajando desde dos perspectivas más o menos definidas pero contrapuestas entre sí, una de ellas, la individualidad y otra, colectiva.

Nos referiremos a la visión de la memoria colectiva pues la individual cada persona a partir de sus experiencias, enseñanzas y recuerdos la puede traer al presente.

La memoria se ha estudiado desde la Grecia clásica pues con ellos se inaugura el “arte de la memoria” a partir de relatos de los poetas y filósofos, por tanto, era una transmisión, oral con lo cual, ya estamos dejando algo establecido, el lenguaje es la función fundamental y constructor para acometer dicho acto.

El relato de la memoria siguió profundizando con el devenir de la historia de la humanidad, por aquel, pasaron las hazañas de los romanos, la resistencia de los pueblos contra la opresión en todas las guerras y conflictos que hubo en la historia.

Además del lenguaje, existen dos complementos que vienen a reforzar lo anterior, como son las fechas y los lugares. En ese sentido, cuando se reúnen las sociedades van construyendo sus recuerdos. Dado lo anterior, Pierre Nora habla de “lugares de la memoria”, porque en esos lugares se configuran y almacenan los recuerdos (2009).

Según Nora, la memoria es vida encarnada en grupos, cambiante, pendular entre el recuerdo y la amnesia, desatenta o más bien inconsciente de las deformaciones y manipulaciones, siempre aprovechable, particular y mágica por su efectividad.

Por lo planteado hasta ahora, para que exista memoria también debe existir olvido, por tanto, ambas se relacionan y tienden a configurar las sociedades, en el sentido de que en la medida que una avanza el otro tiende a retroceder, cuando la memoria se incrementa el olvido se minimiza y viceversa.

Acá ya tenemos un buen desafío, y una tarea fundamental para el presente siglo, avanzar en la memoria para que el olvido retroceda lo más posible. Necesitamos memorias que comuniquen y narren los acontecimientos pasados y que no sólo se transmite el hecho, la hazaña y/u la gesta épica, muy por el contrario, necesitamos rescatar el significado de esos hechos, los por qué. Es decir, menos exactitud y más reconstrucción de significante para el grupo, para el colectivo, pues la comunicación de los significados y sus contenidos permiten dar una cierta continuidad al pasado, permitiendo que lo de ayer tenga permanencia en la actualidad y por tanto, aprehender del pasado, algo que todas las sociedades están en deuda.

El conflicto claramente es y será entre memoria y olvido. Este último se forja a partir del poder de los grupos dominantes y que por cuya presencia van modificando procesos, acuerdos, compromisos incluso, obligaciones institucionales. Por tanto, es un olvido impuesto desde los grupos que generalmente dominan abierta o secretamente las sociedades, pueden ser gubernamentales, académicas, políticas u eclesiales, en donde a través de las cuales imponen su punto de vista pues gozan de credibilidad y de poder. Cuando dicho olvido es impuesto silentemente, el mismo es aceptado y asumido por la sociedad, aparece la desmemoria y se transita lentamente hacia el olvido social.

Lo anterior, dos grandes pensadores ya lo plantearon Nietzsche (1874), “es necesario el olvido” y Todorov (1995), “es necesario olvidar”. No olvidemos que en Grecia se llegó a legalizar a través de decretos, el olvido. Dicho lo anterior, el olvido social lo utiliza el poder como mecanismo de control para narrar el pasado, relatar la historia de manera tal, que ellos son los únicos herederos reales del pasado.

En dicha perspectiva, el olvido es una desmemoria. Por tanto, nuevamente la tarea es avanzar sobre las enseñanzas de la memoria. Por tanto, afirmamos, sí el recuerdo se erige sobre el lenguaje y el lenguaje es parte de la memoria… el olvido se apoya en el silencio.

Seguramente a esta manera de pensar, reflexionar se refería Orwell cuando planteaba, “quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”.

Pero ¿qué sucede con la memoria en la actualidad? Donde residen las grandes batallas por la memoria? Una respuesta a la rápida podría ser la solicitud de cierre del penal de Punta Peuco y/o en el nombramiento a lugares como Sitios de la Memoria, pero sin recursos ni política de conservación.

Pero no cabe duda, aun sigue en forma transversal la ausencia de debate, conversación y/o acuerdo sobre el NUNCA MÁS y todo lo que implica aquello. Mientras en la espera se siguen vulnerando los DERECHOS de la infancia, del pueblo mapuche, de los migrantes, de los trabajadores, de las mujeres y aparecen casos de personas retenidas y desaparecidas por agentes del Estado en tiempos de Democracia.

Cito a Elizabeth Jelin que plantea lo siguiente “En el plano personal, últimamente digo que “estoy aburrida de la memoria”, o que “me quiero ir de la memoria”, porque no me gusta lo que se está haciendo. Las cuestiones de memoria han invadido el espacio público y el campo de las ciencias sociales y las humanidades, pero de maneras que no me satisfacen; hay una banalización del tema. Cualquier cosa puede llamarse memoria, aplicando una noción de sentido común más que analítica” (2014).

Ahí, el desafío por tercera vez, la memoria permite conocer, denunciar y atender los atropellos de la sociedad actual, para evitar su olvido y naturalización, pues recupera las voces silenciadas y las experiencias de colectivos humanos. Con ese caudal, nos habilita a abrirnos a otras formas de pensar, resolver problemas y salir de la enunciación en primera persona.

Para finalizar, “la memoria nace cada día, con lo que significamos del pasado construimos la realidad en la que nos movemos, y por la memoria tiene sentido. La memoria nos remite a los orígenes, a lo fundacional, a lo que se encuentra al inicio de nuestras intenciones, de las intenciones edificantes de una nación, de una sociedad. Hay que saber qué hay en la raíz, en el comienzo, para averiguar así si hemos desviado el desviado el camino, y entonces sabernos conducir, porque cuando se olvidan los principios se olvidan los fines. Cuando se olvida el pasado el único futuro que queda es el olvido, y el olvido es la única muerte que mata de verdad” (Mendoza, 2005).

Febrero 2018

El exterminio como patrimonio

Menard, A. 2017. El exterminio como patrimonio.
Revista Chilena de Antropología 36: 335-343
doi: 10.5354/0719-1472.2017.47498
335
El exterminio como patrimonio
Extermination as heritage
André Menard
Departamento de Antropología, Universidad de Chile (Santiago, Chile) peromenard@gmail.com
RESUMEN
El genocidio es codificado por la noción de deuda histórica y deviene así patrimonio, y más precisamente patrimonio moral de un sujeto acreedor de la deuda. La postura ideológica, eminentemente colonial, de transformar todo exterminio en epifenómeno de una extinción inexorable, implica despolitizar la violencia histórica. De esta forma el dato siempre singular de una violencia es traducido sobre el plano de una
equivalencia universal (el plano de la Razón con mayúscula) por el cual la Humanidad (también con mayúscula), cual tendero de la Historia, puede realizar el balance de sus costos y beneficios al final del día.
Palabras clave: patrimonio, exterminio, genocidio, etnocidio.
ABSTRACT
Genocide is codified by the notion of historical debt and thus becomes cultural heritage, and more
precisely the moral heritage of a creditor of debt. The ideological, eminently colonial position, of
transforming all extermination into an epiphenomenon of inexorable extinction implies depoliticizing
historical violence. In this way, the -always- singular fact of a violence is translated into the plane of a
universal equivalence (the plane of the Reason with capital letter) by which Humanity (also with capital
letter), like a storekeeper of History, can realize the balance of costs and benefits at the end of the day.
Key words: heritage, extermination, genocide, ethnocide.
EL REDUCTO COMO PATRIMONIO (Y VICEVERSA)
En otros trabajos (Menard 2011) hemos leído la conquista de la Araucanía por los estados chileno y argentino a fines del siglo XIX como un proceso de instauración de ciertos aparatos y políticas de archivo, por los que cuerpos, bienes, papeles y territorios (que participaban de otras formas, formas autónomas y no estatales del registro y del archivo) fueron registrados y de esta forma incorporados a sus espacios
soberanos. Y serán las formas diferenciales que asumen estas dos políticas de inscripción, las que, en cierta medida, explicarían las posiciones divergentes que ha adquirido lo mapuche a uno y otro lado de la cordillera. En muy pocas palabras se puede esquematizar esta diferencia de la siguiente manera: En la
Argentina la inscripción de esos papeles y cuerpos mapuches se hizo preferentemente mediante el archivo historiográfico en el caso de los primeros y mediante el museo antropológico, más precisamente el Museo de Plata (fundado en 1888, es decir al momento de la culminación de la llamada Conquista del Desierto)
en el de los segundos. Así los antiguos contrincantes político-militares (esos caciques que la historiografía argentina para el siglo XIX dotó de la subjetividad histórico-política de la que carecen sus homólogos en la historiografía nacional chilena), terminaron engrosando con sus cráneos, esqueletos, vestidos y
máscaras faciales, las colecciones antropométricas bajo la doble forma de trofeos de guerra y de muestras científicas.
Por el contrario, en Chile, la operación museográfica, así como la historiográfica, fue notoriamente más difusa. En su lugar se implementó una sistemática inscripción de los cuerpos mapuche, pero mediante otra forma del archivo: el registro civil, en tanto máquina de asignación de nombres propios, nombres propios que, al conservar la marca lingüística de su mapuchidad, terminaron constituyendo una suerte de
reducto racial al interior de la población nacional chilena. De esta forma si en Argentina lo mapuche quedó relegado al espacio pretérito (por no decir cadavérico) del vestigio y del referente histórico, en Chile quedó inscrito como registro vigente (por no decir vivo) al interior de la población nacional.
Aparece así el reducto, y lo hace sobre todo en la función ideológica que cumple al interior del discurso de la soberanía chilena. Se trata de una ideología de la soberanía mestiza -fundada en parte por la instalación que hace Andrés Bello en 1844 de La Araucana de Ercilla como origen canónico tanto de la literatura como de la nación chilena- por la cual -en diferentes momentos y modalidades a lo largo de la
historia- lo mapuche se ha hecho funcionar como una suerte de núcleo pre-político y pre-histórico de la soberanía nacional. Capital de autoctonía y fuente ética de la que emanarían los valores de pureza, salud, espiritualidad, identidad o ecología (por nombrar algunos) sobre los que se sostendrían los diversos proyectos de comunidad nacional desplegados por nacionalismos de derecha como por populismos de
izquierda.
En el caso Argentino, por el contrario, la imagen de algo análogo al reducto mapuche vivo y expresándose políticamente no aparecerá con claridad -para los ojos de la historiografía y la antropología de ese país sino hasta mediados de los años 1980. Pero este reducto responderá a una lógica diferente de la que lo sostiene en la ideología mestiza de la soberanía nacional chilena. Se trata de un reducto más cercano al
que ha producido cierta forma del derecho internacional, forma consagrada por instrumentos como el Convenio 169 de la OIT o la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y que instala a los pueblos indígenas como sujetos de derecho a nivel mundial. Según este marco, el clásico resguardo de los derechos como competencia de los Estados nacionales en relación con sus ciudadanos individuales, comienza a desplazarse hacia instancias jurídicas supranacionales, por un lado, y a la conformación de sujetos de derechos colectivos, por el otro, en este caso de los pueblos indígenas. Hasta cierto punto, esto implica un desplazamiento del reducto como capital de autoctonía, desde un nivel nacional a uno internacional. De esta forma su potencial ético es transferido fuera de los límites de la soberanía nacional para orientar formas trasnacionales o interestatales de la soberanía
basadas en el rendimiento ético que subyace al espacio prepolítico de la autoctonía o de la diversidad cultural (es decir de una política reducida a una política de la identidad) que como veremos ha sido articulada bajo la figura del patrimonio.
En este contexto resulta ilustrativo el caso de Ceferino Namuncura, aquel hijo del importante cacique
Manuel Namuncura (uno de los últimos caciques en presentar su rendición al ejército argentino en 1884) que fue entregado a los curas salesianos y que a los 19 años terminó muriendo de tuberculosis en Roma.
En noviembre de 2007 fue finalmente beatificado por el Vaticano, beatificación que produjo fervor popular en la Argentina en general, y en la Patagonía en particular, destacándose la explícita referencia a la dimensión indígena vehiculada por su persona.
Dos datos más. Por una parte, hay que tomar en cuenta que quizás una de las cosas más milagrosas de Ceferino haya sido su beatificación, puesto que parece ser un santo más bien carente de milagros y otros méritos hagiográficos para serlo. En este sentido se entiende el acento que el discurso oficial de la iglesia puso en la imagen de su simplicidad. En el discurso pronunciado en la ceremonia de beatificación, el
enviado papal Tarcisio Bertone decía: “Tú nos recuerdas que la santidad no es algo excepcional, reservada a un grupo de privilegiados, la santidad es la vocación común de todos los bautizados. De la vida laboriosa,
de la vida cristiana ordinaria” (Bertone 2007). Por otra parte, resulta notable la referencia a su falta de resentimiento, es decir a su capacidad de perdón o más bien de resignación ante la derrota (recordemos que una de las biografías de Ceferino lleva por título “agonía y sublimación de una raza”), lo que lo vuelven
un símbolo no de la esencia de una identidad nacional (como ocurre con lo mapuche en Chile), sino que de la reconciliación entre pueblos distanciados por una guerra, o más simplemente entre la víctima y su victimario.
Es en este sentido que Ceferino parece encarnar otra forma del reducto. No el reducto como fuerza vital y prenacional que funda la soberanía mestiza y nacional. Sino que el reducto como aquel resto de vida, aquel mínimo de vida (“la sencillez de la vida cristiana”) que resta tras el paso de la violencia soberana (o como veremos tras el paso del Espíritu hegeliano y con mayúscula).
En un caso, el chileno, el reducto mapuche funciona desde fuera de la soberanía1
. Vibra como reducto ercillano con el fervor y en la excepción de una guerra anterior y exterior a todo contrato (y a su transfiguración sexual como generación mestiza). En el caso argentino -que es un caso trasnacional- se trata de aquel resto mínimo de vida sobre el que operará una administración biopolítica y bioeconómica.
Esta administración del reducto implica una estructura del valor organizada entre su enunciación como valor absoluto al estar definido por su potencia (o su preciosura) y como valor relativo al estar definido por su escasez o su vulnerabilidad. Al revisar muy rápidamente la constitución de la noción actual de patrimonio, constatamos que su evolución corresponde hasta cierto grado con un movimiento al interior de esta ambivalencia del reducto.
En términos muy esquemáticos, y reproduciendo las lecturas más tradicionales sobre el surgimiento de la categoría “cultural” del patrimonio, se puede decir que, en su origen a principios del siglo XIX, el patrimonio se asociaba preferentemente a la noción filiativa de la herencia. Patrimonio era aquello que
señalaba la continuidad, el valor, la potencia de un espíritu nacional y que en la mayoría de los casos se materializó en monumentos arquitectónicos o en obras de arte. Su figura paradigmática es Violet Le Duc y su restauración idealista y atemporal de la catedral de Notre Dame. Pero luego con el romanticismo el
acento recaerá más bien en la dimensión testimonial de estos objetos. El patrimonio remitirá entonces a que no solo contiene la energética de un espíritu heredado, sino que testimonia respecto de un pasado, es decir que indica una ausencia, una extinción, una pérdida. Aquí el referente es Ruskin y su melancólica
reivindicación de la ruina. Con la noción de testimonio se asoma tras el enunciado de la continuidad filiativa, la discontinuidad del pasado como territorio de la muerte, la pérdida y otras vulnerabilidades. Y estas terminarán asumiendo el primer plano del patrimonio a partir de la segunda mitad del siglo XX, consagrándose por ejemplo con la adopción por la UNESCO de la categoría de patrimonio intangible o
1 “Afuera” que según la perspectiva desde la que se tome la ideología mestiza, puede estar en los márgenes del cuerpo mestizo y soberano, como “perturbaciones” locales, suerte de caspa o resistencias temporales y periféricas destinadas a desaparecer bajo el peso de la Historia como historia del progreso (es la visión por ejemplo de Sergio
Villalobos). O puede estar al centro de este cuerpo mestizo, como el núcleo de alteridad presoberana sobre el que se funda la comunidad soberana y nacional (visión transversal a los nacionalismos y populismos de izquierda y derecha).
patrimonio inmaterial el año 2003. Esta categoría nos reenvía a la figura del reducto como lugar de una presencia en peligro, una presencia (una oralidad, una gestualidad, una corporalidad, ¿una raza?) vulnerable y por lo tanto objeto de especulación y de inscripción en un mercado de bienes culturales.
Esta evolución de la noción de patrimonio, desde la dimensión filiativa del reducto como expresión de continuidad a su dimensión especulativa como escasez, corresponde a la tensión identificada a principios del siglo XX por Aloïs Riegl entre dos formas de valoración de los monumentos: por un lado, el decimonónico valor de historicidad, por el cual el más nimio objeto adquiría el valor erudito de
representar un eslabón irreemplazable en la escala de la evolución de la humanidad. Y, por otro lado, un valor el que veía recién emergiendo y que llamó valor de antigüedad, es decir, un valor que no dependía de la erudición de los expertos, ni de su potencial documental, sino que del efecto subjetivo y afectivo que producía en quien lo miraba la constatación del paso del tiempo y que lo elevaba a la condición de la
ruina (Riegl 1987). Podríamos especular sobre las eventuales resonancias entre la emergencia de esta forma melancólica del valor que Riegl acusaba en 1903 y las experiencias de ruina y exterminio que Europa conocerá en las décadas posteriores. La cosa es que algo hay de esta forma de valoración de los monumentos con la relación que desde mediados del siglo XX vincula el valor del testimonio de esos
exterminios con el exterminio mismo, como una forma de patrimonio histórico y político (de ahí los debates surrealistas que de tanto en tanto cruzan Europa entre los defensores del holocausto y los defensores de la esclavitud africana como máximas expresiones del genocidio). En este sentido es notable el que la beatificación de Ceferino y a través de él su elevación a marca del reducto vulnerable, coincida
con la denuncia de las políticas concentracionarias y de desmembramiento de las familias indígenas implementadas por el Estado Argentino en la llamada Conquista del Desierto.

El genocidio es codificado por la noción de deuda histórica y deviene así patrimonio, y más precisamente patrimonio moral de un sujeto acreedor de la deuda. Pero en virtud de una operación especulativa general, la vulnerabilidad de este reducto siempre puede ser capitalizada bajo una forma general del patrimonio, es decir, la deuda
puede ser capitalizada en un horizonte patrimonial más general: patrimonio regional, patrimonio nacional, patrimonio popular o patrimonio de la humanidad.

EL GENOCIDIO COMO PATRIMONIO
Detengámonos en esta patrimonialización del exterminio y ciertos antecedentes que como veremos nos remiten a la figura paralela de la extinción.
En 1932, el mismo año en que Manuel Aburto Panguilef, en un célebre y multitudinario Congreso Araucano proponía la creación de una república indígena federada al Estado chileno, el arqueólogo y director del museo de Concepción Carlos Oliver, citando a su colega argentino Debenedetti, aseguraba
que: “el indio […] terminó su cometido el día que por la tierra americana cruzó el primer acero templado.
A la cultura presente no le corresponde otro papel que el de asistirle en su hora final, haciéndole soportable su agonía y prepararle piadosamente sus exequias. No habrá contendientes en el reparto de la herencia indígena; la ciencia será su única y universal heredera” (Schneider 1932:96).  Lo tardío de la
fecha muestra la persistencia de una convicción corriente en el imaginario etnológico y político en general de fines del siglo XIX y comienzos del XX, es decir, del despliegue de los grandes procesos de expansión colonial en territorios indígenas de los Estados sudamericanos. Lo interesante de esta cita es que en ella la extinción del indígena es explícitamente patrimonializada por la ciencia en tanto vanguardia de la
conciencia moderna y colonizadora. Tras leer un texto de Joaquín Bascopé sobre el vínculo entre extinción y aparatos misionales en Tierra del Fuego (Bascopé 2011), habría que sumar a los contendientes del reparto de esta herencia a los mismos curas en sus misiones, aunque en realidad no hubo disputa posible,
pues mientras la ciencia reclamaba los rasgos diferenciales de estos sujetos en proceso de desaparición (rasgos culturales y rasgos fenotípicos), los misioneros reclamaban la sustancia precultural de la inocencia infantil, el capital de almas que subyacía a los modos del ser salvaje.
Lo interesante de la cita de Debenedetti es que ilustra la postura ideológica eminentemente colonial (y vigente hasta el día de hoy en personajes tan ilustres como el premio nacional de historia Sergio Villalobos)
de transformar todo exterminio en epifenómeno de una extinción inexorable. Es decir, de despolitizar la violencia histórica al leerla como el precio o la condición del inevitable avance del Espíritu con mayúscula.
En estos casos Hegel hablaba de la “astucia de la razón”, es decir, de “su manera de utilizar los instintos, las pasiones, los deseos y las acciones de los individuos para realizar su destino universal, dejándolos luego como cáscaras vacías” (Thayer 2010:145). De esta forma el dato siempre singular de una violencia es
traducido sobre el plano de una equivalencia universal (el plano de la Razón con mayúscula) por el cual la Humanidad (también con mayúscula), cual tendero de la Historia, puede realizar el balance de sus costos y beneficios al final del día.
La idea de patrimonio surgida en el siglo XIX puede pensarse a su vez como el esfuerzo mercantil por capitalizar ciertos inactivos en este proceso de producción de la Historia, como una suerte de reciclaje de sus saldos, residuos y cachureos (las cáscaras vacías del Hegel de Willy Thayer). Como vimos esta
capitalización oscilará entre el clasicismo de la herencia y el romanticismo del testimonio, a partir del cual se institucionalizará la figura del patrimonio inmaterial y la de la “diversidad cultural”. Y recordemos que hablar de la diversidad cultural como patrimonio implica que su valor patrimonial no reside tanto en el contenido específico y positivo de una cultura en particular, como en la valorización cuantitativa de la diversidad misma en tanto objeto de vulnerabilidad, es decir, como objeto de escasez y por tanto de especulación.
Lo que nos gustaría subrayar aquí es que en el momento en que se empieza a plasmar esta figura institucional del patrimonio inmaterial, asociado a la idea abstracta de la diversidad cultural como valor universal de la Humanidad, coincide con el ya señalado desarrollo a nivel del derecho internacional de instrumentos orientados hacia el establecimiento de derechos jurídicos que instauran sujetos de derecho
colectivos.
Respondiendo al llamado de la UNESCO de erradicar definitivamente las categorías racistas o racialistas del campo científico, Lévi-Strauss postulaba a principios de la década de los cincuenta la idea del advenimiento de un nuevo humanismo por el que por fin se le reconocía la categoría de civilizaciones a aquellos pueblos que no han producido monumentos ni literaturas escritas (Lévi-Strauss habla de un
humanismo al fin democrático), al tiempo que reivindicaba el valor de la diversidad cultural como un capital general de la humanidad. Pocos años antes, en 1948, la ONU emanaba la “Convención para la prevención del delito de genocidio”. De esta forma se conjuraban al mismo tiempo las sombras aparentemente emparentadas del etnocidio y la del genocidio. Pero este parentesco no fue siempre evidente.
Si nos instalamos en el contexto ideológico de justificación de los procesos de expansión colonial y su lógica de naturalización de los exterminios bajo la figura de la extinción, podemos ver que en muchos casos -y aquí perpetramos un anacronismo en el uso de los términos- el etnocidio parecía la única salida al genocidio. Es por ejemplo -y esto lo hemos comentado con Jorge Pavés en otro trabajo- lo que
manifestaba ya en 1846 Ignacio Domeyko en su defensa el proyecto misional católico en la Araucanía:
“Por lo común, estos mismos [los jóvenes indígenas], y hasta sus padres, acuden voluntariamente o a  cambio de una pequeña recompensa a trabajar en la misión en épocas de siembra, siega o en la fabricación de sidra; lentamente se habitúan a las leyes y a la autoridad del gobierno, poco a poco cambian su indumentaria, los hombres empiezan a vestir pantalones y sombreros, las mujeres visten camisas, y se
transforman en chilenos civilizados. De este modo sin duda, fue domesticado y salvado de la extinción, el pueblo indio en todo el norte de Chile, hasta el extremo de que actualmente, hasta entre la plebe se están borrando los rasgos indígenas y se está formando una nación nueva que aporta a la Iglesia millones de nuevos adeptos. Los anglosajones no conocen ese arte de los misioneros y de los colonos católicos”
(Domeyko 1977:720).
El pueblo indio escapa a la extinción dejando de ser indio, incluso fenotípicamente. ¿Pero entonces qué es lo que se salva? Y aquí la respuesta nuevamente nos devuelve a la imagen de la infancia como espacio
de una vida humana mínima, la pequeña vida del joven Ceferino, la vida de la pura alma y la de un alma pura por ser de niño. Se trata del mínimo común denominador de humanidad que resta una vez que se pierden costumbres, vestimentas y hasta rasgos físicos. Es la unidad básica o la sustancia primordial de algo como una naturaleza humana, naturaleza que a su vez funda la posibilidad de la naturalización de los procesos históricos entendidos como episodios providenciales en el despliegue del Espíritu. La misma naturaleza que reconocimos en el paso del exterminio a la extinción.
Y es a través de esta imagen de la infancia y su naturaleza que podemos ver algunas de las aporías que enfrentan las actuales aplicaciones de la categoría genocidaria a los procesos de conquista de los territorios y de las poblaciones indígenas, principalmente en el caso de la Argentina. Al revisar la literatura
antropológica embarcada en este trabajo de denuncia resalta que, de todos los criterios definidos por la Convención para la prevención del delito de genocidio, el que más se ajusta por la evidencia empírica de su sistematicidad, es el punto e) del artículo II: “Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”. En
un proceso que coincide con lo ocurrido en el contexto fueguino, donde abundan en Patagonia los testimonios de la separación de las familias indígenas y en especial de la sustracción de los hijos a sus padres para ser colocados como sirvientes en las casas de familias argentinas.
Lo interesante es que la base empática de esta denuncia remite al mismo fondo humanista que escandalizaba a actores contemporáneos al proceso de conquista. Por ejemplo, en el Congreso Nacional argentino, el senador Aristóbulo del Valle afirmaba en 1884: “Hemos tomado familias de los indios salvajes, las hemos traído a este centro de civilización, donde todos los derechos parece que debieran encontrar garantías, y no hemos respetado en estas familias ninguno de los derechos que pertenecen, no
ya al hombre civilizado, sino al ser humano: al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer la hemos prostituido, al niño lo hemos arrancado del seno de la madre, al anciano lo hemos llevado a servir como esclavo a cualquier parte, en una palabra, hemos desconocido y hemos violado las leyes que gobiernan las acciones morales del hombre” (Delrio et. al. 2010:6).
Como bien lo señala el senador del Valle, la denuncia es emitida desde la altura de “un centro de civilización”, es decir, desde un punto de despliegue del Espíritu y la Razón, y es en virtud de los valores morales que emanan de ese punto que se enrostra el propio salvajismo insensible a los valores universalmente humanos (y por lo tanto enraizados en ese fundamento natural que sostiene toda posibilidad de empatía) de la familia, la femineidad, el respeto a los ancianos y la infancia. Lo que la adhesión inmediata a esta denuncia humanamente razonable del senador del Valle deja de lado, es que
lo que se desmonta no es tanto la legitimidad histórica y política de estos actos, como su desvío respecto de las normas morales de la civilización, es decir, el salvajismo más allá del origen racial de quienes incurren en dichas salvajadas. De esta forma uno puede suponer que el senador no ignora las deficiencias  morales del modo de vida propiamente indígena, lo que dicho en otros términos equivale a preguntarse
por la universalidad de las nociones de familia, infancia y persona que sostienen su argumento. Y es que más allá de la violencia y las brutalidades efectivas, no hay que olvidar que la idea de familia nuclear monógama y patriarcal, así como el postulado de un límite ontológico entre la cosa y la persona por el que se distingue lo mercantilizable de lo no mercantilizable (ocupando aquí la noción amplia de mercancía que propone Kopitoff (1991) como todo aquello que puede ser intercambiado) son parte de los contenidos culturales que el mismo proceso de colonización buscaba -al menos nominal o ideológicamente- imponer en los espacios conquistados como expresiones de civilización. Inversamente
debemos recordar que, en el espacio indígena independiente, el intercambio, el rapto y la circulación mercantil de personas era un elemento central en la construcción de sus entramados políticos y económicos, construcción que obviamente no estaba exenta de violencias. Por lo demás esta misma lógica de intercambio y donación de personas, y en especial de niños, constituyó un importante elemento en el tejido de redes de alianza entre autoridades indígenas y autoridades criollas a través de la institución del padrinazgo de hijos de los primeros por los segundos, institución por la que a los niños entregados se les llamaba explícitamente rehenes.
Pero obviamente aquí no se trata de justificar la violencia de la conquista estatal recordando las violencias internas de la sociedad indígena. De lo que se trata es de subrayar el aplanamiento de las complejidades
y de las dinámicas políticas que subyacían a estas violencias, al que puede arrastrarnos el argumento genocidario desde el momento en que instala una oposición simple entre un polo parejamente victimario y uno parejamente victimizado, y no porque hayan buenas personas de un lado y malas del otro, sino porque una de las condiciones y uno de los efectos de la razón genocidaria es justamente la de resumir la complejidad de un colectivo a la categoría única del pueblo a exterminar o la del pueblo exterminado. Y por otro lado hay que considerar que la posibilidad jurídica de esta denuncia puede presentarse como un logro de la misma conciencia humanista universal que, querámoslo o no, formaba parte de los contenidos
que en su momento justificaron el avance colonial de la Civilización.
Por otro lado, cuando el senador del Valle nos dice que “no hemos respetado en estas familias ninguno de los derechos que pertenecen, no ya al hombre civilizado, sino al ser humano”, no podemos dejar de recordar la broma de Burke diciendo que él prefería sus derechos de Englishman a los derechos humanos.
Tras esta distinción entre derechos del hombre civilizado y derechos del ser humano, reaparece la distinción clásica entre derechos pasivos y derechos activos o entre derechos naturales y derechos políticos. Sieyès los definía de la siguiente manera: “Los derechos naturales y civiles son aquellos para el mantenimiento de los cuales la sociedad es formada; y los derechos políticos, aquellos por los cuales la
sociedad se forma. Todos los habitantes de un país deben gozar de derechos de ciudadano pasivo… todos no son ciudadanos activos. Las mujeres, al menos en su estado actual, los niños, los extranjeros, y aun todos aquellos que no contribuyeran en nada al establecimiento público, no deben influir activamente en la cosa pública” (Agamben 2003:141).
En un mundo organizado aun en estados nacionales, la concepción por parte del derecho internacional de los pueblos indígenas como sujetos de derechos colectivos a la vez anteriores y superiores a los estados, los transforma en una suerte de niños del mundo, es decir en patrimonios de la humanidad, de los que cada estado debe dar cuenta ante la comunidad internacional
. Y si consideramos que el Convenio
2 Esta infantilización jurídica del sujeto indígena se manifiesta en última instancia bajo la forma de la impotencia política efectiva de estas normas internacionales. En este sentido se puede leer la crítica que Will Kymlicka (2003)
le dirige a uno de los grandes teóricos del derecho indígena internacional, James Anaya, cuando le recuerda que 169 de la OIT fue emitido el mismo año 1989 que la Convención de los Derechos del Niño, vemos que esta
analogía no es tan arbitraria. A partir de lo que hemos planteado sobre la evolución de la razón patrimonial, podemos ver que en última instancia, lo que niños y pueblos indígenas tiene en común -y esto lo comparten con el medio ambiente- es la vulnerabilidad de lo que se extingue: los pueblos indígenas como encarnaciones de la precaria y arcaica diversidad cultural, y la infancia como aquello que se extingue permanentemente en cada ser humano tomado individualmente, es decir, como ese estado de irrepetible pureza en que aún no se han fijado las diferencias culturales. Se trata de ese efímero reducto de maleabilidad que los curas atesoraban en sus misiones.
Todo el problema está en ver cómo el argumento genocidario puede servir para pasar del reclamo de derechos naturales a la construcción derechos políticos, es decir, para arrebatarle el exterminio al patrimonio de la Humanidad y transformarlo en un patrimonio “propio”.
EL REDUCTO Y LA SUPERSTICIÓN
El tema es que toda denuncia y todo reclamo patrimonial del genocidio implica una supervivencia.
Supervivencia del sujeto o supervivencia de la prueba. Es por ejemplo lo que pasa en el argumento de Bascopé cuando relativiza la figura de la extinción fueguina identificando una supervivencia racial o genotípica de niños y mujeres fuera del reducto misional. O identificando la supervivencia y continuidad
de modos de producción cazadores más allá de la naturaleza racial de sus actores. En ambos casos la supervivencia funciona como un dato enunciado en este caso por el investigador.
Otra posibilidad es que aparezcan sujetos que se instalan o que son instalados en el lugar de enunciación del sobreviviente. Y en cierta forma, por todo lo que hemos dicho, en el caso de los pueblos indígenas que se han situado o han sido situados por más de un siglo bajo el sino de la extinción, sino que se tradujo en
su actual asociación al ámbito patrimonial de las vulnerabilidades que van desde la de la biodiversidad hasta la de la diversidad cultural, podemos decir que materializan el aura mágica de toda supervivencia.
Y aquí remitimos a la idea de supervivencia elaborada por uno de los padres de la antropología evolucionista, Edward B. Tylor, quien remarcó con pertinencia su fundamento etimológico: supervivencia reenvía a una etimología latina, la superstitio, raíz de la muy mágica superstición. Al partir de esta
referencia teórica -el evolucionismo- en sí misma cargada de la caducidad de la tesis obsoleta y, por lo tanto, una supervivencia o superstición antropológica, podemos avanzar la idea de que los pueblos indígenas, en su carácter reduccional, funcionan como una suerte de supersticiones en el seno del orden soberano moderno. Recordemos que las supersticiones constituyen prácticas o creencias que en su
descontextualización histórica (se trata de prácticas o creencias funcionales a los modos de producción de una época determinada que sobreviven como vestigios irracionales o impensables para los códigos de un modo de producción posterior) se cargan del aura mágica de una clase antropológica de objetos también sustraídos a los códigos del uso cotidiano: los fetiches, sean estos fetiches arcaicos y religiosos o fetiches modernos y museográficos.
La superstición como el fetiche nos enfrenta a la pregunta por la vida, o más bien por el tipo de vitalidad que emana del cadáver o de la reliquia. Se trata de la potencia mágica por la que las cosas, incluidas esas “los pueblos indígenas pueden obtener victorias morales del derecho internacional, pero el verdadero poder sigue
en manos de los Estados soberanos, que pueden ignorar (y de hecho lo hacen) con impunidad las normas internacionales”.
cosas que son los muertos y sus cadáveres, ordenan y movilizan a los mismos vivos. Potencia mágica por la que los muertos pueden incluso revivir y reencarnarse.
Algo de eso hay en los 1.685 yámanas y los 2.622 alacalufes que aparecieron en la región de Tarapacá en el censo de la población chilena del año 2002. Más sólidas es quizás la reencarnación de los 696 onas que consignó el censo argentino realizado entre los años 2004 y 2005, de los cuales 334 en Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur (Foerster 2012). Pero ante la vigencia del decreto etnohistoriográfico que sanciona su inexistencia de este lado de la frontera, entendemos que esta reencarnación argentina
pueda ser más sólida, pero no por ello menos mágica.
Bibliografía
Agamben, G. (2003) Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.
Bascopé, J. (2011) Bajo tuición. Infancia y extinción en la historia de la colonización fueguina. Corpus.
Archivos de la alteridad americana 1(1) http://corpusarchivos.revues.org/975
Bertone, T. (2007) Homilía del cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano, en la liturgia
de beatificación del siervo de Dios Ceferino Namuncurá (1886-1905). http://www.salesianosbernal.com.ar/1/te-acordas-que-estabas-haciendo-hace-dos-anos-era-domingo/
Delrio, W; Lenton, D; Musante, M; Nagy, M; Papazian, A. y Pérez, P. (2010) Del silencio al ruido de la
Historia. Prácticas genocidas y pueblos originarios. III Seminario Internacional de Políticas de la
Memoria: “Recordando a Walter Benjamin: Justicia, Escritura y Verdad. Escrituras de la Memoria”,
Buenos Aires.
Domeyko, I. (1977) Mis Viajes II. Santiago: Editorial Universitaria.
Kimlicka, W. (2003) La política vernácula. Nacionalismo, multicultiralismo y ciudadanía. Barcelona:
Paidós.
Kopitoff, I. (1991) La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso. En: A. Appadurai.
La vida social de las cosas: perspectiva cultural de las mercancías. México: Grijalbo, pp. 17-88.
Menard, A. (2011) Archivo y reducto: sobre la inscripción de lo mapuche en Chile y Argentina. Revista
AIBR 6(3), 315-339. http://www.aibr.org/OJ/index.php/aibr/article/view/22
Schneider, C. (1932) Los indios de Chile, lo que actualmente se sabe sobre ellos. Concepción: Ed. extalleres
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Riegl, A. (1987) El culto moderno a los monumentos. Caracteres y origen. Madrid: Visor.
Foerster, R. (2012) Isla de Pascua e Isla Grande de Tierra del Fuego: semejanzas y diferencias en los
vínculos de las compañías explotadoras y los «indígenas». Magallania 40 (1), 45-62.
http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22442012000100003
Thayer, W. (2010) Tecnologías de la crítica. Entre Benjamin y Deleuze. Santiago: Metales Pesados.
Recibido: 26 Abr 2017
Revisado: 15 Jun 2017
Aceptado: 30 Jul 2017

Soy chilena y soy negra, soy Afrochilena. Testimonio

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mis facciones y biotipo no cumplían con el molde blanco neoliberal.

Soy chilena y si, soy negra. Mi mamá es blanca y chilena, mi padre es negro y cubano. Mi familia por parte de madre viene de un pasado subyugado en las salitreras, donde tuvieron que migrar desde la pampa nortina a la ciudad en barco. Mi familia por parte de padre viene de un pasado oprimido por la comercialización de esclavos africanos en Cuba, también en barco. Ser negra (‘mulata’ como se dice mal comúnmente) en un país como Chile ha sido la lucha más grande de mis apenas 21 años.

Durante mi educación pre-básica nunca encajé: era la única negra en la sala y además nunca usé delantal rosa como mis compañeras pues el mío era amarillo, ni usaba zapatitos con velcro porque, por mi pie plano, debía usar bototos, ni tampoco tenía el pelo liso pues el mío era muy rizado… ninguna Barbie se parece a mí – pensaba. Luego, en la primaria sufrí de bullying en el mismo colegio, todo se centraba en bromas por mi color de piel, mi pelo afro y por ser alta. En ese tiempo estaba de moda un cantante negro de samba que salía en un famoso programa juvenil de TV nacional. Me recuerdo caminando por el colegio cabizbaja mientras a mi alrededor muchos me gritaban su nombre.

Yo no entendía… porque en mi hogar siempre se me mostró el mundo como un contexto rico en multiculturalidad que nutría la diversidad. Mi papá siempre me hablaba de la esclavitud, mi madre siempre me decía que genéticamente todxs veníamos de África, me mostraba mucha música, danzas y mi abuela que sabe mucho de historia universal, siempre me contaba de luchas sociales. En mi mente de 8 años, no entendía por qué mis compañeritos en la escuela me señalaban, sin embargo, notaba un contraste entre lo que sucedía en mi casa y el colegio, en casa me decían que era por su ignorancia. Ese mismo año mi madre decidió que viajáramos juntas a Cuba para que conociera a mi familia paterna.

Apenas salimos del avión, sentí el húmedo calor en mi piel como una bocanada de aire tibio, a mi alrededor vi a un guardia muy alto, con su piel muy oscura casi azul y brillante, al instante mire mi piel y extasiada en asombro le digo a mi madre: ¡Mamá acá soy blanca! Ella se emocionó y me abrazo, porque claro, yo estaba encantada de la variedad de tonos de negritud, había un universo entero de colores. De bienvenida todos mis primos y primas, tíos y tías, negros y negras, nos esperaban en casa de mi abuela, ese mismo día todos los niños jugamos a pies descalzos bajo el aguacero tibio en la calle. Fue en la casa de mi abuela donde residimos alrededor de 1 mes y donde me identifiqué en su risa a todo volumen y en su alegría, en nuestra piel, en nuestro pelo afro, ella nos compartió la cultura espiritual afro, nuestra raíz yoruba. Allá nadie me señalaba, allá fui feliz. Toda la vida le agradeceré a mi mamá ese viaje.

Cuando llegué a Chile mis compañeros se extrañaron más todavía conmigo, pues volví con mi piel más negra aún, con trenzas y hablando bien cantao’. Entonces vi la verdad. Supe y entendí por qué era motivo de burla, una palabra: negra, me señalaban por ser negra. Al poco tiempo, me cambiaron de ese colegio a otro donde supuestamente, no me iban a molestar porque allí había muchxs niñxs migrantes, a mi pesar, la historia se repitió pues seguía siendo la única negra de la escuela. Todos los días me jabonaba fuerte para quitarme el color, me cortaba los rulos a machetazos con la tijera frente al espejo, ponía sobre mi cabeza un paño largo con el que simulaba el movimiento del pelo liso, yo solo soñaba con tenerlo para ser ‘bonita’, no quería ser diferente.

Posteriormente, también en otro colegio, durante toda la secundaria, hubo una profesora de química que en plena clase, con todas mis compañeras, presentes hacia comentarios sobre mi pelo, incitándome a alisarlo para verme más ‘ordenada’ mientras lo comparaba con el cabello liso de las demás y haciendo comentarios descalificadores hacia el país de mi padre, del cual ella sabía que yo tenía descendencia directa. Creo que para la mente estereotipada de esa ‘educadora’ mis facciones y biotipo no cumplían con el molde blanco neoliberal.

Finalizando la secundaria y cursando mi etapa universitaria, comencé a notar que para los hombres de acá les era muy EXÓTICO encontrarse con una ‘negrita’ en las fiestas o en su sala de clases y entonces comenzaban con la cacería para satisfacer sus dudas sobre las mujeres negras, ya saben, todo eso de que somos mejores en la cama, que somos más calientes, que tenemos mejor culo. Y nuevamente comprendí otra arista: ser mujer negra es sinónimo de ser objeto sexual.

Actualmente, de profesión me dedico al área de las energías renovables, es un rubro donde en mi país hay muchos más hombres que mujeres y de las pocas mujeres que hay, ninguna es negra. Así que adivinen a quien todo el mundo se da vuelta a mirar cuando entro a los seminarios o reuniones: a mí. Mientras estoy ahí sentada, siempre me pongo a pensar en que la sociedad se impresiona frente a una mujer negra intelectual. Sobre todo, porque en mi país RECIÉN se está viviendo un rico intercambio cultural racial con afrodescendientes y negrxs de países como Colombia, Haití, Venezuela, Senegal, República Dominicana, entre otros y constantemente, las personas me preguntan de donde soy, como llegue o si hablo español: Soy de Chile – respondo y extrañados me vuelven a preguntar ¿Ah, entonces naciste acá? … ¡Pues claro! ¿Te lo estoy diciendo o es que te asombra que sea negra y chilena? – pienso para mis adentros. A veces me subo a la micro y señoras me dicen que me devuelva a mi país… ¡Qué país! pienso yo, ¡Si nací en el mismo que usted!

Ya estoy cansada de que me extranjericen en mi propio país, solo por mis rasgos. Lo cual, es una situación muy paradójica, pues en Chile también llegaron esclavos negros, incluso muchos dejaron una fuerte descendencia en la zona norte, pero la historia se ha encargado de censurarlo de manera tal, que las personas aquí creen que es tierra SÓLO de blancos, invisibilizando todo rasgo afro e indígena.

Poco a poco… he comenzado a reencontrarme en mis raíces, a bailar danzas afrolatinas, a usar mis cuerdas vocales y cantar, aprendí a usar turbante y a cuidar mis rulos con mucho amor. Poco a poco me he ido empoderando. Hoy decido no justificar jamás mi negritud, ni ponerme a explicar por qué soy negra y hablo como chilena, porque mi piel no es un error, mi pelo no es un error, yo estoy bien, tu racismo e ignorancia son lo que está mal. Soy mujer, soy chilena y soy negra, soy AFROCHILENA.

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«El no contar la historia sirve para perpetuar su tiranía» Dori Laub

Museo de la Memoria y los Derechos Humanos

por  22 enero, 2010

Nancy Nicholls Historiadora. Docente de la Escuela de Historia de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

  • La memoria de un país es fundamental para la construcción de identidad y de futuro; es también un elemento clave -sobre todo en países como el nuestro, que han vivido experiencias marcadas por la división, el enfrentamiento y la deshumanización- que participa de la búsqueda de la tan ansiada reconciliación. Sin espacios que permitan la expresión de las memorias ‘denegadas’ sobre la violación de los derechos humanos, probablemente estemos en la línea de lo que Dori Laub señaló a propósito del Holocausto: ‘El no contar la historia sirve  para perpetuar su tiranía’.

Me parece importante, al referirme al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, centrar la mirada en su nombre. Se trata de un museo de la memoria más que de la historia; y se trata de un museo cuyo énfasis está puesto en los derechos humanos, en cómo fueron violados por la dictadura militar y en cómo fueron defendidos por diversas organizaciones, personeros, militantes y opositores al régimen, a lo largo de las décadas del 70 y el 80.

Al ser un museo que se centra en la memoria de los derechos humanos entre 1973 y 1990 y no en la historia de ese periodo, su intención no es levantar y proponer una interpretación de los hechos acaecidos, como podría hacerlo un historiador que investigue sobre la temática. No obstante, hay que señalar que un museo de este tipo no puede soslayar la construcción de un cierto relato histórico de tal modo que la memoria de los hechos narrados en diversos soportes adquiera sentido, coherencia y legibilidad. Este relato se va construyendo implícitamente -entre otros elementos- a través de la selección tanto de las memorias expuestas como de los eventos históricos que son nutridos por esas memorias.

Sin espacios que permitan la expresión de las memorias ‘denegadas’ sobre la violación de los derechos humanos, probablemente estemos en la línea de lo que Dori Laub señaló a propósito del Holocausto: ‘El no contar la historia sirve  para perpetuar su tiranía’.

Esto, que podría parecer un detalle sin importancia, adquiere relevancia frente a los argumentos de quienes han sostenido que la memoria de la violación a los derechos humanos cometida por agentes de la dictadura necesita de un correlato que aporte todos los antecedentes históricos que llevaron al golpe de Estado y la posterior instalación del régimen militar por diecisiete años. Sostienen además, quienes defienden esta posición, que un museo sobre los derechos humanos establecido por el Estado no debería sólo mostrar la violación a los derechos humanos protagonizada por la dictadura, sino también la cometida por la extrema izquierda bajo el mismo periodo.

A mi juicio la enunciación y relato de la memoria sobre la violación a los derechos fundamentales del hombre ejercida por el Estado dictatorial en Chile, no plantea como condición imperativa para su existencia un despliegue de todos los antecedentes históricos que llevaron a que aquella se cometiera; tampoco ‘necesita’ mostrar la violencia ejercida por el ‘otro bando’.

En primer lugar, porque el museo está orientado a la reflexión ética de lo ocurrido y no al análisis histórico, como ya señalé. La narración pública de la Shoa en los museos y sitios de memoria que se han erigido o preservado en diversos países, no busca como objetivo fundamental exponer los múltiples y complejos dispositivos que armaron el entramado de la política de exterminio judío por parte del régimen nazi. No otorga un espacio privilegiado, por poner un ejemplo, a la exposición del antisemitismo imperante en muchos países de Europa, desde bastante tiempo antes de la Segunda Guerra Mundial, como uno de los  fenómenos históricos que habrían contribuido a la ‘solución final’. Si bien aquel puede llegar a ser un antecedente presente en dichos museos o sitios de memoria, el sentido primordial de estos está centrado en la narratividad y preservación de la memoria de la Shoa, invitando a la reflexión y a la creación de una conciencia colectiva en torno a ella, de tal modo de contribuir a evitar que genocidios como el judío se reediten.

En segundo lugar, porque la violación a los derechos humanos cometidas por la dictadura militar fue producto de una política estatal orientada hacia la sociedad civil en su conjunto, fenómeno que no guarda relación con las acciones armadas de grupos de izquierda que optaron por el camino de la violencia para derrocar a un régimen ilegítimo.

No se trata de equilibrar la balanza, como pretendió en Argentina  la ‘teoría de los dos demonios’, según la cual, el terrorismo y la represión de Estado bajo dictadura militar (1976-1983) debían ser analizados o comparados con las acciones de violencia ejercidas por los grupos guerrilleros argentinos en ese mismo periodo.

La represión dictatorial en Chile produjo un daño físico y psicológico que muchas víctimas cargan hasta el día de hoy; sembró el terror entre todo opositor al régimen, destruyó el tejido social así como los supuestos en que descansaban las relaciones interpersonales y comunitarias con anterioridad al golpe, y eso lo hizo ostentando un poder ilimitado y arbitrario que actuó por lo general contra una sociedad indefensa. Ello no es comparable a la violencia ejercida por las organizaciones  y movimientos de extrema izquierda que actuaron en el periodo.

Y en tercer lugar, porque las violaciones a los derechos humanos cometidas entre 1973 y 1990 constituyen un fenómeno que compete al Estado: fueron actos dirigidos, planeados y ejecutados desde diversas reparticiones del estado dictatorial y organismos dependientes de él, que no sólo afectaron a los directamente reprimidos, sino que a sectores mayoritarios de la sociedad.  En ese sentido, el Estado actual debe hacerse cargo de esa memoria lacerante, en razón de un imperativo ético.

El objetivo del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos es hacer pública y preservar la memoria de la represión y la violación a los derechos humanos perpetradas bajo el régimen de Pinochet,  memoria subalterna en muchos casos, ‘denegada’ en otros -para utilizar el concepto de Ludmila da Silva Catela- y acallada en la mayoría. A través de videos documentales (del golpe, de las afueras de un Estadio Nacional repleto de detenidos o de las protestas de los 80), de las cartas de los niños cuyos padres estaban presos, de las arpilleras de las mujeres que relatan la represión, de los documentos de la DINA, por nombrar algunos de los muy variados soportes en que la memoria de la violación a los derechos humanos se expresa en el museo, el visitante puede formarse su propia visión de lo ocurrido. Si bien el relato implícito, del que hablé al principio de esta columna, está presente, la mayoría del material documental exhibido proviene de los años 70 y 80, y por lo tanto no se trata de una memoria interpretada y resignificada en el tiempo desde la actualidad. La interpretación queda, sobre todo, en manos de los visitantes, quienes pueden tomar estas diferentes ‘fuentes documentales’ sobre la violación a los derechos humanos cometidas por agentes de la dictadura militar como una invitación a la reflexión. Esto último es uno de los sentidos con el que el Museo fue construido: ‘El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos- expresa un folleto explicativo que se recibe en la entrada-  es un espacio de reflexión ética sobre las violaciones a la vida y a la dignidad de las personas cometidas en Chile entre los años 1973 y 1990, que busca generar un compromiso ciudadano para que estos hechos nunca más se repitan’.

La memoria de un país es fundamental para la construcción de identidad y de futuro; es también un elemento clave -sobre todo en países como el nuestro, que han vivido experiencias marcadas por la división, el enfrentamiento y la deshumanización- que participa de la búsqueda de la tan ansiada reconciliación. Sin espacios que permitan la expresión de las memorias ‘denegadas’ sobre la violación de los derechos humanos, probablemente estemos en la línea de lo que Dori Laub señaló a propósito del Holocausto: ‘El no contar la historia sirve  para perpetuar su tiranía’.

Apuntes a partir de lectura de Sherry Ortner y su libro «Antropología y teoría social. Cultura, poder y agencia»​.

Apuntes a partir de lectura de Sherry Ortner y su libro «Antropología y teoría social. Cultura, poder y agencia».

 

Al inicio, Capítulo 1, ella plantea un tema importante que creo sigue vigente en la actualidad Chilena, lamentablemente. Y esta realidad consiste en  que no es común que la academia se abra no solo a investigar el espacio urbano y moderno sino el espacio virtual. Ese espacio, tal como lo urbano, es una experiencia común por lo cual al no existir un cierto nivel de exotización o de, como diría Gustavo Lins, descotidianización entonces la academia plantea – mediante el silencio – que no existe interés ni tiempo para plantear investigación en esa línea. Esto impide plantear la pregunta: ¿Y cómo se hace trabajo de campo en la virtualidad? Esta pregunta esconde por lo menos dos elementos fundamentales en el cual reflexionar: el cuerpo del saber-hacer en la antropología, y el cuerpo (del antropolog@ y su vinculación en el campo virtual (vuelta al escritorio). En el primer caso, los ritmos y desplazamientos del cuerpo son elementos claves en cómo nosotros, l@s antropolog@s, configuramos un modo de trabajo y de hacer las cosas en el trabajo de campo. El pensar el trabajo de campo desplazarse y viajar al campo, anotar, conversar cara a cara, angustia, salirse del campo y volver a entrar para configurar el cierre, relación con el material recogido y de segunda mano, etc. son elementos que constituyen en un ritmo investigativo frente al cual existe una experiencia a la cual podemos aludir y que, paralelamente, configura un referente que, paradojalmente, legitima y revalida UN modo de hacer las cosas pero deja poco espacio para poder imaginar otras formas, que no necesariamente deben estar configuradas y establecidas de antemano para poder plantear un modo alternativo o complementario del quehacer antropológico.

Esto no es fácil a medida que las transformaciones estructurales que, a la luz de la globalización, no solo afecta al estudiado sino también al estudioso y el reconocer esas transformaciones (cosa que no ha ocurrido) implica pensarse (en el caso de la virtualidad) qué implica una cierta “de vuelta al escritorio” a medida que estar en el espacio virtual implica dedicar tiempo frente a la pantalla del computador. ¿Qué implica el cuerpo del antropólogo en el escritorio cuando este ha estado, desde sus inicios, asociado a un cuerpo de normas del quehacer a un cuerpo en el espacio físico? Ahora, ese cuerpo se ubica – con la virtualidad – en un lugar distinto: estar sentado, sin desplazamiento. George Marcus plantea justamente que el antropologo debería seguir – desplazarse – en los flujos globales y que el nuevo trabajo de campo es el permanente desplazamiento y no la actuación geolocalizada en una comunidad supuestamente aislada (tal como lo plantea el funcionalismo clásico). Lo que planteo aquí no está en contra-posición ni es contrario a esta afirmación sino plantea un modo complementario del trabajo de campo, incluyendo el desplazamiento por las cadenas de flujos globalizadas pero también sumergirse en la virtualidad porque este que entrega muchos elementos del sujeto de estudio y que implica, físicamente, un modo estacionario de ligarse con una dimensión social.

Y en relación a las masculinidades en Chile hoy hay una relativa ausencia de discurso entorno la masculinidad hegemónica como tal. Ciertamente, la postura contra-hegemónica tiene una presencia, e incluso está sobre-representada pero el punto aquí es plantearse que se investigue desde la masculinidad hegemónica, y no solo en contra de las masculinidades hegemónicas. Incluso plantearlo en plural se hace muy poco dado que el singular es, incluso en términos cognitivos, más fácil relacionarse con una contraparte: un enemigo claro y preciso. Se usa, generalmente, el discurso en contraposición a la masculinidad (heterosexual) hegemónica sin embargo no se habla desde la masculinidad hegemónica, porque justamente esta última tiene un lugar de “vacío de antagonismo”. Ortner habla, en el cruce de género con clase, que se genera un “excedente de antagonismo” para plantear, en el plano discursivo, como se relaciona ambas dimensiones. Desde el axioma del estructuralismo que la relación social es binaria. En el caso de la/s masculinidad/es este binarismo ha hecho que se hable desde la victima pero no abre la posibilidad de hablar desde adentro de la masculinidad hegemónica, del mundo de privilegios, que es un lugar hoy poco común, y crítico ( en tanto un lugar problemático y no como contra argumentación a una posición o discurso). Lo que impide hablar desde las masculinidades hegemónicas, en el plano discursivo, porque los agentes (nosotros) están situados en un “vacío de antagonismo” y eso no permite configurar un discurso porque necesita su contraparte y de ahí la eficacia del capitalismo (parece), ya que fragua la contra-parte (discursiva) y no permitiendo  la emergencia de un discurso alternativo. Aunque esto no debiera condicionar, el discurso anti o contra-patriarcal, el quehacer de las masculinidades alternativas. La cultura tiene sus mecanismos operativos, más allá del capitalismo, y es importante comenzar a considerar los elementos que inciden no solo desde la contingencia y coyuntura sino de manera estructural.

Dilemas de la imagen: modos de ver y de ser.

Dilemas de la imagen: modos de ver y de ser.
Leonor Arfuch

La cuestión de la imagen –su dilema- es insistente en el horizonte contemporáneo. Desde la publicidad a la información, desde el espacio urbano al monitor doméstico, desde las cámaras que registran cada uno de nuestros pasos al registro de nuestras propias cámaras estamos inmersos en tramas infinitas donde lo rutinario, lo banal, lo obsceno y lo trágico se alternan en un flujo continuo y donde lo cercano y lo lejano se confunden, se  podría decir, en la misma lejanía.


La saturación mediática es quizá la que lleva la mayor parte en el asunto, ese tableteo insomne que nos persigue no sólo desde la visualidad sino también, y de modo indisociable, desde la sonoridad, cuya intensidad domina tanto la tanda publicitaria como el crescendo dramático del noticiero y sus anuncios de pretendidas “últimas” noticias, los anticipos del cine de  ficción catastrófica –en la cual supuestamente encontraríamos entretenimiento- y los aires ensordecidos de bares, restaurantes, ciber- cafés y otros espacios que ya es dudoso llamar “de sociabilidad”.
Esta situación, que remite a la normalidad de nuestra vida cotidiana, sobre todo en las grandes ciudades, no es sino la intensificación paroxística –el  colmo, podríamos decir con Roland Barthes- de las tendencias que ya en la segunda posguerra se insinuaran como irreversibles: la aceleración tecnológica, la supremacía del instante, la igualación de los públicos, la ampliación sin límites del horizonte de la comunicación.  Desde ese entonces –y también antes, en la reflexión sociológica y filosófica, en el arte, la literatura, las vanguardias- el movimiento de la crítica, que no ha cesado,  tiene que vérselas con el doble estatuto de la imagen, su ambigüedad constitutiva, cualquiera sea su naturaleza:  a la vez  presencia y ausencia, mostración y ocultamiento, veracidad y engaño, violencia y pacificación. Todo ello, al margen de su “tema”, como movimiento interno de su forma y también de su fondo intangible, esa profundidad de lo que escapa indefectiblemente a la percepción, por más que agucemos la mirada.
Transcurrido el tiempo, los términos del debate contemporáneo –para ceñirnos sólo al presente- son teóricos pero también jurídicos, estéticos, éticos y políticos. Tienden tanto a redefinir el estatuto de la imagen y la mirada en la llamada “cultura de la imagen” –desde la filosofía, las artes, la comunicación, la educación-,  como a intentar poner recaudos a su uso indiscriminado, a ese desborde de visualidad que no solamente ha disuelto las fronteras materiales en una virtualidad avasallante sino también los umbrales  hipotéticos de lo público y lo privado, haciendo de las pantallas –de todas ellas- verdaderos reductos de la intimidad –y también de la procacidad. Recaudos que convocan tanto a  los “expertos” como a  instituciones del Estado y de la sociedad, amén de los registros erráticos de la llamada “opinión pública”. Así, significantes tales como escándalo, censura o prohibición -asociados desde tiempos remotos a la idolatría y la fascinación y entonces, al poder fatídico de la imagen- retornan una y otra vez  investidos de contenidos particulares –pornografía, incitación a la violencia, umbrales del horror- mientras el horizonte de lo decible y lo mostrable parece  extenderse cada vez más. Vale aquí recordar el escándalo de las fotos del penal de Abu Ghraib, con  las torturas infligidas por los norteamericanos a los prisioneros iraquíes o la prohibición absoluta de mostrar fotografías de las víctimas de las Torres Gemelas –que sin embargo circularon luego,  en recopilaciones especiales, como compendios de las peores  pesadillas.
Es que si las tecnologías han ampliado el espacio de lo visible hasta contener, idealmente, el mundo entero –uno de los imaginarios más acendrados de la globalización-, este “mundo” parece a su vez empeñado en aparecer, más allá de la ciencia-ficción, como  escenario de violencia y de catástrofes, tanto naturales como producto de las también avanzadas tecnologías de la destrucción. Así, la dimensión inconmensurable del sufrimiento se traduce día a día en  las módicas imágenes del flash del noticiero,  en la tensión entre acostumbramiento y conmoción,  quizá como recordatorio fugaz de la fragilidad de la vida contemporánea,  quizá como compensación de su monotonía.
Esa conjunción de infortunios,  unida a la violencia de lo cotidiano, más allá de los “estados de excepción” –una violencia muchas veces difusa, de gesto, imagen o palabra bajo el rostro de la normalidad-  plantea también interrogantes sobre el “ver o no ver”, es decir, sobre  la real eficacia de esa visibilidad ilimitada –que a menudo deviene obscenidad-  en términos de cognición y  comprensión.
Porque si bien es cierto que estas cosas suceden y que las cámaras que están alertas día y noche en todo el planeta, las registran, también es cierto que no asistimos en directo a la realidad del mundo y que la imagen, ésa que leemos en su inmediatez y hasta su espanto, ha sido intervenida, editada, diseñada, puesta en sintaxis, controlada.  Y que es justamente esa  espacio/temporización,  esos procedimientos de puesta en forma, cada vez más sofisticados –en las pantallas, en la gráfica- los que producen finalmente el impacto en la recepción, sus diversos efectos de sentido.
Esa distancia insalvable entre la imagen y lo que “muestra”, que el género de la información intenta reducir a cero según su viejo adagio  –la “realidad tal cual es”- es lo que señala, en  nuestra condición de avezados perceptores del siglo XXI, la perseverancia del dilema que inquietara a los antiguos griegos: la imagen como mimesis de lo real –y entonces copia, realidad de segundo grado- y al mismo tiempo como un hacer ver aquello que escaparía tal vez a la posibilidad de la mirada. Dilema de la representación, que parecería saldado a partir del reconocimiento contemporáneo del carácter performativo, constructivo, de la imagen  -su ontología en tanto sujeto, su cualidad-otra que no “copia” nada sino que da lugar a una nueva existencia- y sin embargo retorna  como interrogante y como conflicto, sobre todo cuando se trata de lo traumático, de lo que suele aludirse como “irrepresentable”, aquello que roza los límites de lo real, en el sentido psicoanalítico del término, como la figura paradigmática del holocausto, la Shoah.
Sin embargo esa distancia –esa paradoja- de la representación está presente en toda imagen. Como diferencia irreductible con el objeto pero al mismo tiempo como atestación de su existencia –“la imagen da cuenta de lo que la cosa es, dirá el filósofo, mientras que ella, la cosa, se contenta de ser”- ,  de ese más allá que la imagen trae consigo aunque no guarde en verdad una relación mimética –la pintura abstracta, por ejemplo, que remite a sí misma pero al mismo tiempo a lo que la sustenta: la obra de arte, la tradición y la infracción, la trayectoria del artista, su temporalidad, el fuera de cuadro, su lugar en el museo, en fin, esa deriva significante que Charles S. Peirce llamó “semiosis ilimitada”. Podríamos decir entonces que toda imagen es su propia representación, al tiempo que postula, en las modalidades más diversas, una referencia al mundo.
Pero además de lo que  la imagen trae, en su materialidad, en el modo de su referencia, hay algo que sólo se dirime en la mirada, en el diálogo, contingente y azaroso, con su eventual perceptor. Porque la imagen se da a ver siempre en un contexto, en un ritmo, en un espacio/tiempo, y pide, simultáneamente, un reconocimiento acorde con su ontología. En esa interacción, en esa apropiación –y en esa respuesta a lo que nos pide- se juega verdaderamente su sentido. Por eso quizá más que hablar de imágenes obscenas o  violentas habría que pensar en la obscenidad o la violencia que pueden generar las  imágenes según los modos de su mostración –o de su monstruación, como llama Jean-Luc Nancy a su devenir fuera de cauce, en la inercia de la comunicación. Y aquí la aceleración, el énfasis, la repetición –todos, procedimientos habituales de los medios-  tienen un papel decisivo: las cadenas de noticias, por ejemplo,  han transformado la temporalidad esporádica del noticiero en una continuidad donde  lo “nuevo”, que nos amenaza a cada instante, no es sino la reiteración exacerbada de “lo mismo” –y cada vez otro, podríamos decir. Modalidad de acumulación caprichosa que se transforma a menudo en unilateralidad –como ha pasado en nuestro reciente acontecer-, en fijeza de cámara en un solo espacio o en un solo registro -de la contienda, en este caso, ya que no pudo hablarse  de argumentación. Pero estas afinadas tecnologías –o su abuso- no nos dispensan de esa respuesta a  que aludimos, que más allá del encantamiento o la fascinación tiene que ver  con la responsabilidad y la reflexión. Porque hay, evidentemente, una responsabilidad de la mirada, también “de este lado” de las pantallas.
Sin duda el registro mediático es el más revelador en cuanto a esa fijación  sobre el presente que es un rasgo reconocible en la larga duración de la modernidad, en la medida en que los destinos se fueron tornando cada vez más impredecibles. Una fijación ya exasperante, se podría decir,  sobre lo cotidiano y lo fragmentario, inequívocamente individualista pese a su constante alusión a lo  “social”-el noticiero,  como la publicidad, figuran una audiencia colectiva pero nos interpelan de a “uno/una”.
Este anclaje en el presente, este “presentismo” –como lo llaman los franceses, seguramente lejos de nuestra doble acepción sarmientina – se impone así tanto en relación con la imagen, desalojada en el momento mismo de su aparición, como en los relatos, grandes o pequeños, donde el futuro –tiempo de la política – se desdibuja apenas en el umbral de mañana. No es casual, me parece, que la propia idea de “planificación” suene inconsecuente, que corramos siempre detrás de los hechos y sus efectos,  que seamos incapaces de vernos  en una proyección anticipatoria de la vida –salvo quizá, negativamente, como temor difuso de los posibles infortunios que proliferan a nuestro alrededor. (El miedo, como se sabe, es uno de los mecanismos de control social).
Quizá por esa fijación en el presente –y por una correlativa evanescencia del pasado- se hable tanto de la memoria y se multipliquen los lugares canónicos de su instauración: colecciones, archivos, monumentos, memoriales. Memoria e imagen, por otra parte, están unidas de modo indisociable, ya sea porque toda memoria es una imagen –con su propia espacio/temporalidad- ya sea porque toda imagen trae al presente una memoria: del objeto, del acontecimiento, del ser, de la vivencia, de otras imágenes. Memoria, imagen e imaginación –en su común raíz que no desdice la potencialidad veridictiva-, se articulan así de los modos más diversos tanto en la visualidad como en el lenguaje, cuya  cualidad icónica es capaz de evocar enteros universos.
Memoria e imagen se entrelazan muy particularmente en las narrativas del pasado reciente en la Argentina, junto con un profundo involucramiento biográfico, autobiográfico  y testimonial. Es que, por la índole de la experiencia de los años ’70, tanto en el imaginario de la revolución como en  la terrible represión de la dictadura militar, el protagonismo de los actores estuvo –y sigue estando- en el centro del relato, desde la experiencia guerrillera en sus diversas modulaciones hasta el padecimiento de las víctimas de la prisión y la tortura. El testimonio liso y llano, la literatura de ficción y autoficción, la experimentación en el cine y en el  audiovisual y aún los debates dan cuenta de ello. Pero es quizá esa figura elíptica de la “desaparición” que no nombra la muerte pero señala la ausencia irreparable de los cuerpos, la que ha impulsado, de mil maneras, la “aparición” de las imágenes: desde las fotografías que presidieron por años las  rondas de la Plaza de Mayo y se expandieron luego incansablemente en marchas y muros hasta formar parte de nuestra identidad,  a las más variadas intervenciones  artísticas, tanto en el espacio urbano como en galerías u otros sitios de exhibición.
Imágenes que desdicen el imperativo del presente como desligado de la carga del pasado pero que tampoco apelan a su restauración: el arte sobre todo, en sus diversas manifestaciones,  tiene la posibilidad de desplegar una temporalidad diferente, de oponer a la aceleración la lentitud, a la acumulación caprichosa del flujo mediático la distancia  crítica de la reflexión. La imagen, en este caso, se torna sobre la referencia –sobre la ausencia- no como repetición sintomática sino como trabajo de duelo, relato, elaboración, puesta en sentido.  Y aquí, si bien los largos años transcurridos nos han poblado de imágenes, en distintos registros que de un modo muy general podríamos denominar “artísticos”, desafiando también la cuestión de lo “irrepresentable”, sigo pensando –junto con otros colegas y artistas- que la mejor obra de este arte son las fotografías, en sus pancartas móviles o en su alineación simétrica sobre un fondo de tela azul, en los largos murales que las Madres despliegan en distintos lugares –uno de ellos, quizá el más recurrente, el  Parque de la Memoria en la Costanera Norte, junto al Río.
Esas fotografías, instantáneas de la vida corriente, de un tiempo anterior, donde no se veía relumbrar el “instante de peligro”,  para tomar libremente la expresión de Benjamin, que podrían integrarse mansamente en cualquier  álbum familiar, parecen  condensar de un modo emblemático los poderes y paradojas de la imagen a los que aludimos: la tensión –lacerante- entre presencia y ausencia, la representación de sí, el rostro como ser del Otro, la mirada que nos mira y que espera algo de nosotros, no solamente un simple pasar, una temporalidad expandida, que es a la vez presente absoluto, rememoración y proyección,  y también un fondo inquietante, cuya perturbación nos alcanza aunque estemos a plena luz del día.
La imagen es allí elocuente y quizá suficiente. Sin embargo, y aunque se diga, con mayor o menor razón, que una imagen vale más que mil palabras, la imagen siempre convoca la palabra y esto es esencial en la elaboración de memorias traumáticas pero  también en todo proceso de  educación y  formación. Articular imagen y palabra, darle sustento a la visualidad  -en el relato, la poesía, el análisis, la interpretación- no supone atenuar la potencia del ver,  como sentido privilegiado en la cultura contemporánea,  sino revalorizar también la importancia de escuchar. La escucha como un don, como posición tendiente al otro, como apertura –desde adentro- hacia el otro, capaz de percibir tanto la modulación de la voz como sus silencios, capaz de desafiar también ese otro límite de la representación, el de lo “indecible”. Pero sin olvidar que tanto palabra como imagen aparecerán siempre en desajuste, como exceso o como falta, incapaces de alcanzar la dimensión “exacta” del acontecimiento.

Arte y Memoria

El Arte como soporte de la denuncia.

Martes, 12 Enero 2016

Al rescate de la cultura como estéticas de la denuncia

Sin cultura la violencia no se explica, no hay forma de ubicarla en el lugar de las acciones producidas por un sistema que nos quiere aterradas y sin capacidad de respuesta colectiva

MÉXICO – Me aterra la nueva moda de considerar que el arte y la cultura no sirven de nada. Un domingo por la mañana salí a pasear por Coyoacán y acompañar al Museo de Culturas Populares a unos amigos de visita. Casi me da un ataque de llanto cuando vi a una muchacha muy ufana bailar en la plaza con una camiseta a la moda que decía: NI ARTE NI CULTURA. De no ser una tendencia habría pensado que era una irresponsable y ya, pero existen en la actualidad marcas de ropa y ministros de educación que anteponen la ingeniería, la genómica y la física al arte y la literatura. El mensaje que lanzan es que si eres una artista eres una fracasada, alguien volcado al hambre. Claro, es parte de una ideología que mina las emociones propias, los recuerdos, memoria y capacidad creativa de las personas. Sin arte es más fácil transformar a los humanos en máquinas.

Sin cultura la violencia no se explica, no hay forma de ubicarla en el lugar de las acciones producidas por un sistema que nos quiere aterradas y sin capacidad de respuesta colectiva.

Barajémosla más despacio. Como actividad enfocada al despertar de emociones desde la palabra, el movimiento y la representación visual, el arte está sufriendo diversos y repetidos ataques. Las autoridades educativas desaconsejan los estudios de arte y humanidades por motivos de utilidad, los museos dan más peso a las curadurías que a las obras, los medios de comunicación no reportan propuestas estéticas que no estén avaladas por grandes presupuestos. Algunos artistas (porque eso son las performanceras, las poetas, los actores, los bailarines, etcétera) han llegado a criticar la denominación de artista por su clasismo, su etnocentrismo o su esnobismo. Es fácil que en los discursos comunes se tilde el arte de farsa o fraude.

En las páginas de los periódicos a nivel mundial, hay desprecio por la literatura, exaltación del consumismo, descalificación de las obras plásticas, desinterés por el trabajo y las técnicas. No obstante, los pueblos kurdo, sirio e iraquí se sienten consolados por los bailes y las canciones que desafían el orden de muerte del Estado Islámico; las víctimas de atentados y asesinatos masivos leen poesía y reconocen su dolor en obras de teatro; las madres, padres, hermanas, esposos, amigas de desaparecidos reciben fuerza de dibujantes, pintoras, escultores, grafiteras, bordadores, grabadoras, performanceras, moneros, ceramistas que denuncian la falta que les hacen los seres queridos que les fueron arrebatados nadie sabe por quién, ninguna autoridad quiere decir por quién, ninguna pista de investigación conduce a quién.

No faltan los colectivos y las personas que están conscientes de la libertad del arte para revelar lo que la ideología de la producción desmemoriada esconde. Artistas creativas, indignados, presentes inventan formas de alumbrar la realidad que la gran mentira mediática busca minimizar.

Cristina Rivera Garza se ha hecho portavoz del silencio que pesa. Su literatura más reciente socorre una sociedad paralizada por el miedo devolviéndole la palabra poética, nutriendo la resilencia con descripciones precisas. Está convencida de que es fácil reconocer la relación escritura-muerte y que las metáforas se sostienen en las experiencias concretas de la gente. Para ella, el compromiso de la escritura tiene que ver con un lenguaje que presta su voz a los muertos y a todos aquellos cuya vida cotidiana ha sido transformada por el dolor. Desde 2013 publica contra la violencia, contra el desinterés público hacia el dolor del otro. En Los Muertos Indóciles. Necroescrituras y Desaprovación recupera no sólo unos versos de Roque Dalton escritos durante la represión en El Salvador (“Los muertos están cada día más indóciles./ Antes era fácil con ellos:/ les dábamos un cuello duro una flor/ loábamos sus nombres en una larga lista”), sino que pone la literatura al servicio de la ética, cuestiona las relaciones de poder y devuelve a las personas que leen la fuerza filosófica de la política. En Dolerse y en Con/Dolerse, libros escritos inmediatamente después junto con jóvenes poetas, narradores y cronistas, ensaya el consuelo de la comprensión a través de una poesía documental y una crítica estéticamente inmediata de las condiciones de violencia que se viven en México.

Antes de morir, el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda se había comprometido vitalmente con las denuncias de las madres de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. El teatro mexicano con él se convirtió en un lugar del justo saber. Por ello Cristina Michaus, Enrique Mijares, Alan Aguilar, Demetrio Ávila, Antonio Zúñiga, Juan Tovar, Edelberto Galindo, Ernesto García, Cruz Robles y Virginia Hernández decidieron acompañarlo en el rescate de pánicos supersticiosos, rabias rebeldes, denuncias angustiantes y escribieron 11 obras, reunidas en el libro Hotel Juárez. Dramaturgia de feminicidios para que el arte volviera a poner la denuncia, evidenciar, ubicar la realidad en su dimensión caníbal o excelsa (aunque no la pudiera probar y fuera negada por los administradores de justicia como constructora de la verdad). Una vez más la solidaridad de las y los artistas con las condiciones de vida de quien no tiene poder ni conoce derechos se convirtió en el porqué del arte mismo.

Las y los actores mexicanos, así como algunas directoras/es, estuvieron a la altura de los dramaturgos y asumieron posiciones muy valientes en la denuncia de las desapariciones de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos” de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014. Algunos de ellos, venían de haber acompañado el movimiento por la paz, con sus largas marchas de familiares y amigos de desaparecidos y asesinados, que se agrupó alrededor de la figura de Javier Sicilia, poeta al que le asesinaron el hijo en 2011.

El arte da miedo al sistema. Y con razón. El arte es capacidad de inventar y reconocerse, de experimentar emociones y de permitir que se expresen. Sobre todo, el arte es crítica: desobedece las reglas y desconecta los controles para discernir lo que hay detrás de ellos.

Francisco Toledo, pintor y promotor de las formas de cultura que su tierra y su gente anhelan y producen, ha revelado, en el centenar de piezas de Duelo en el Museo de Arte Moderno, que la plástica es sentir de un horror colectivo que es también una advertencia: no podemos tolerar nada más. La vida es vida, la sangre mancha la tierra, la desaparición es una violencia indecente, la corrupción es aberrante en cuanto recrea constantemente la desigualdad social. Sus cerámicas urgentes, sus ollas con sangre, sus patios de muerte son la visión del México de 2015 y afirman contundentemente un ¡Ya basta!

Cuando el 13 de abril de 2011, Javier Sicilia llamó a la gente a manifestarse contra la violencia, a su grito de dolor lo sostuvo la rabia y el deseo de justicia de un pueblo con más de 100 mil muertos y 24000 desaparecidos. Durante su marcha a la Ciudad de México, nacieron colectivos de denuncia visual, el primero entre ellos Fuentes Rojas.

Según la fotógrafa Elia Andrade, la ciudadanía empezó a organizar acciones que hicieran visible el rechazo a la impunidad y su malestar. Así nació la iniciativa Paremos las balas, pintemos las fuentes, que después deviniera en el colectivo Fuentes Rojas. Éste lanzó una convocatoria abierta para una acción concreta: pintar el agua de las fuentes públicas de color rojo, el color de la sangre que ahoga México.

Bordando por la Paz y la Memoria.

Una víctima, un pañuelo

Se trata invariablemente de acciones de arte y denuncia que suceden en el espacio público, que lo ocupan y lo devuelven a la ciudadanía que ha sido despojada del derecho a la calle, a la noche, a la seguridad. Acciones de memoria en el lugar del tránsito y la convivencia.

Una de las más impactantes seguramente fue la siembra de un “antimonumento” de tres piezas de placa de metal recubierta con esmalte acrílico rojo de 3.50 por 5 metros, el 26 de abril de 2015 en el centro de la Ciudad de México. Las tres piezas están conformadas por un signo de “más” y por las dos cifras de 43 y están acompañadas de una tira de metal calada en laser con la frase de Rosario Ibarra de Piedra: Vivos se los llevaron, vivos los queremos. Más 43 hace referencia a los estudiantes secuestrados y desaparecidos de la Normal Rural de Ayotzinapa, que fueron a sumarse a los casi 30 000 desaparecidos que los antecedieron.

No obstante, esa no ha sido la única ni la primera intervención artística pública, anónima y colectiva con carácter permanente. En la ciudad de Chihuahua, frente al Palacio Municipal, las madres de las mujeres asesinadas y los y las defensoras de los derechos humanos locales habían sembrado una placa conmemorativa en el lugar donde fue asesinada Marisela Escobedo Ortiz, el 16 de septiembre de 2010, por estar reclamando justicia para su hija. En la misma ciudad, la escultura El árbol de la vida reúne una decena de cruces que simbolizan los feminicidios que no han sido resueltos. La placa por Marisela ha inspirado a los colectivos de defensa de los derechos humanos y artistas populares que en la Ciudad de México instalaron placas por la vida de las personas desaparecidas y asesinadas en la controversial Estela de la Luz, monumento impuesto por Felipe Calderón al dejar su sangrienta presidencia.

Igualmente, en Monterrey, capital del estado de Nuevo León, se realizó una importante protesta contra el secuestro, la detención y la desaparición de personas en las cuarenta hectáreas de la Macroplaza, la cuarta plaza más grande del mundo.

La construcción de la Macroplaza implicó la destrucción de casi 400 edificios y simbolizó el poder del gobierno de Alfonso Martínez Domínguez, quien en el sexenio de 1979 a 1985 impulsó su construcción como un proyecto de regeneración urbana. El paseo que conduce a ella fue inaugurado el 15 de septiembre de 2007 por el presidente de la República Felipe Calderón, quien además de halagar a los regiomontanos por la importancia económica de la ciudad, reafirmó su compromiso personal con la seguridad en el estado. “Hemos mostrado que tenemos una determinación plena para poner un alto a la inseguridad”, dijo tras nueve meses de haber declarado esa guerra contra el narcotráfico que le costó al país más de 100 mil muertos. Ahí, el 11 de enero de 2014, en un punto de la plaza llamado el Breve Espacio, decenas de personas se reunieron al grito de justicia y bajo el lema #AMiMeFaltaRoy. Conmemoraban los tres años de la ausencia de Roy: 3 años de injusticia, 3 años de lucha. Roy, hijo de Irma Leticia Hidalgo —mejor conocida como Letty—, desapareció el 11 de enero de 2011, cuando cerca de 10 hombres encapuchados, con armas en mano y chalecos de la Policía de Escobedo, entraron a su casa. Lo que al principio parecía un robo, pues se llevaron computadoras, joyas, celulares y camionetas, terminó en el secuestro del joven estudiante de lenguas extranjeras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, quien estaba por cumplir 19 años.

El Breve Espacio es una zona hundida cuyas escalinatas desembocan en una fuente que cubre casi todo el lugar, como una piscina. Ahí los familiares de Roy y aquellos que se han organizado en las Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos Nuevo León (FUNDENL), levantaron globos de Cantoya pintados, cantaron y expusieron sus bordados para hacer valer su derecho a la memoria. Tomaron la plaza en nombre de la Esperanza, la de ver regresar a su gente. El Breve Espacio se convirtió así en el sitio de exposición de la exigencia de justicia, recibiendo el nombre de Plaza de los Desaparecidos.

Ahora bien, estas acciones se insertan en una historia de reclamos de justicia que es parte fundamental de la historia del arte mexicana, en particular de la historia del grabado. El grabado tiene una conexión directa con la denuncia. Desde el taller de litografía que José Guadalupe Posada abrió en la Ciudad de México en 1888, célebre por sus dibujos y grabados de crítica socio-política que evidenciaban la falta de justicia y la desigualdad en la sociedad porfiriana, el grabado reveló su carácter inmediato de imputación de responsabilidades públicas. Después de la Revolución Mexicana, el Taller de Gráfica Popular, con Leopoldo Méndez y O ‘Higgins, amplió la denuncia de la represión y el rescate de la cultura popular, apoyando las políticas de educación pública del gobierno de Lázaro Cárdenas, la expropiación petrolera y el sostén del campo. El Taller de Gráfica Popular también hizo arte en solidaridad con los pueblos, contra el fascismo y el franquismo y a favor de la República Española. Similar en ciertas expresiones a la producción antibélica del expresionismo alemán, en particular de Käthe Kollwits, el TGP se transformó en las revueltas estudiantiles de 1968 y desembocó en las propuestas de arte activista de la década de 1980, en particular las de Rini Templeton.

Hoy esta tradición muestra su vitalidad en una obra reciente, la del escultor y grabador Alfredo López Casanova, quien quiere dejar impresas las Huellas de la Memoria para señalar la ausencia presente de los y las desaparecidas en el país.

Para el grabador, Huellas de la Memoria apelan a un objeto incómodo que lucha contra el olvido. De hecho, son marcas de la Memoria Incómoda como instrumento de la eterna lucha contra la indiferencia.

El 10 de mayo 2013 en la Ciudad de México las madres que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos realizan una vez más su marcha del Monumento a la Madre a la Glorieta del Ángel. Es una marcha triste, de mucho llanto, mucha rabia, indignación y denuncia.

Sentado en las escalinatas, está el grabador que las ha acompañado siempre en silencio. A eso de las dos de la tarde, el sol está bravo, el grabador pone su mano como visera en la frente y mira. Como si fuera el lente de una cámara de video, su mirada da un paneo de norte a sur de la glorieta y de pronto baja la mirada a ras de piso. Sus ojos por alguna razón se detienen en la hilera de zapatos, huaraches y tenis que las mujeres se han quitado esperando tomar el micrófono para compartir su dolor. Vienen de un largo caminar en búsqueda de sus familiares. Vienen de todas partes del país. Los ojos del grabador se detienen un largo rato en esos zapatos, pues en ellos se refleja la gente del país, son un pedazo de la patria que se desmorona de a poquito, dejando una larga estela de dolor por todos lados.

El grabador percibe el vacío contenido en los zapatos, ve la ausencia que se registra en el desgaste de las suelas de quien busca. El peso corporal y emocional tiene una razón al corroer la horma. El zapato por sí solo es un objeto simbólico, pero la marcha lo dota de información. En la suela, con un grabado, el artista lo convierte en un objeto incómodo que reproduce la denuncia y exige justicia.

El grabador desde el momento que efectúa su paneo de la hilera de zapatos, visualiza cuántos registros han pasado por la marcha de las madres de desaparecidos que cada año se realiza entre el Monumento a la Madre y el Ángel de la Independencia. Piensa que si sus zapatos tuvieran la capacidad de revelar en cada pisada la información y las emociones que produce la búsqueda, podrían decirle a todo mundo qué sentimientos carga el camino.

El objeto incómodo tiene identidad, es parte de un ser que cruza de manera tangencial la realidad del país y puede registrarla de norte a sur. El tipo de zapato que se usa en el norte pertenece a una realidad social distinta de la que destapan los zapatos de quien busca en el sur. La tragedia es la misma, las historias familiares cargan con identidades distintas que confluyen en el horror nacional porque la guerra ha cruzado todo el país y sus condiciones.

Recuperar estas historias de resistencia caminada y de denuncia andada mediante el grabado es usar las herramientas del arte para producir objetos incómodos que evidencien lo que se oculta. Hoy, reivindicar el grabado es recuperar la sensación de las texturas y la artesanía de la denuncia. El grabado no simula; el proyecto de Huellas de la Memoria hace sentir el peso corporal de la pisada en la calle, registra en papel la impresión del peso y la voluntad de una memoria.

Desde que en México volvió a incrementarse la desaparición de personas (tal y como sucedió después de 1968), la lucha por la memoria ha englobado distintos tipos de acciones para evitar el olvido y la impunidad que permiten la repetición de los actos de desmemoria y represión. En todas ellas, las y los artistas han tenido un papel de aglutinadores. Han sostenido a la gente que trabaja para mantener la memoria viva, actual en el presente, paralela a los hechos. Se trata de artistas de muchas áreas, teatro, música, grabado, que producen y reproducen cosas que reflejan los hechos. El arte como soporte de la denuncia es contundente porque queda, porque evoca y retiene. Como lo demuestran los treinta grabados realizados por López Casanova en las suelas de los zapatos de quien camina en búsqueda de sus desaparecidos, la imagen puede ser un objeto que disgusta a los represores. A la vez, los grabados reproducidos de diversas maneras por los activistas en las redes sociales contienen textos que se traducen y transcriben. La gente que entrega sus zapatos cree que la acción tiene fuerza para la memoria que busca la justicia. Para ella el arte es importante.

*Fuente: Contrapunto

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